Las amígdalas son estructuras cerebrales estrechamente ligadas al miedo. Cuando una extraña enfermedad destruyó las amígdalas (pero no otras estructuras cerebrales) de una paciente a quien los neurólogos llaman «S.M.», el miedo desapareció de su repertorio mental. A partir de entonc es, S.M. se convirtió en una persona incapaz de expresar el miedo y de identificar la mirada de miedo en el rostro de los demás. Como dijo un neurólogo: «si alguien le apuntara a su cabeza con una pistola, S.M. podría saber intelectualmente que tendría miedo, pero lo que no podría es llegar a sentirlo del mismo modo que usted o que yo».
Aunque los neurocientíficos hayan cartografiado detalladamente los circuitos neuronales del miedo, la verdad es que, en el estado actual, la investigación al respecto de cualquiera de las emociones está en sus inicios. En cualquier caso, la especial prominencia del miedo —tal vez la emoción más sobresaliente para la evolución— lo convierte en un ejemplo idóneo para comprender la dinámica neural de la emoción. Obviamente, también es cierto que, en los tiempos modernos, el miedo generalizado se ha convertido en la ruina de la vida cotidiana, arrojándonos al nerviosismo, a la angustia y a una amplia variedad de preocupaciones o-en los casos patológicos— a los ataques de pánico, a las fobias o a los trastornos obsesivo-compulsivos.
Supongamos que una noche está leyendo tranquilamente un libro en su hogar cuando de repente oye un ruido en otra habitación.
Lo que ocurre a partir de ese momento en su cerebro nos permite vislumbrar los circuitos neurales del miedo y el papel que desempeñan las amígdalas como sistema de alarma. El primer circuito cerebral implicado se limita a traducir las ondas físicas de ese sonido al lenguaje del cerebro para ponerle en estado de alerta. Este circuito va desde el oído hasta el tallo encefálico y el tálamo. A partir de ahí se ramifica en dos partes: una de ellas se dirige a las amígdalas y al cercano hipocampo, y la otra, más larga, conduce hasta el córtex auditivo —situado en el lóbulo temporal—, donde se clasifican y comprenden los sonidos.
El hipocampo —una región clave para el almacenaje de la memoria— compara rápidamente este
«ruido» con otros sonidos similares que usted pueda haber escuchado, tratando de descubrir si se trata de un sonido familiar (¿es un «ruido» reconocible?).
Mientras tanto, el córtex auditivo está realizando un análisis mas preciso del sonido intentando comprender su origen ¿acaso es el gato?, ¿la ventana sacudida por el viento’?, ¿un ladrón’? Luego, el córtex auditivo propone una hipótesis —tal vez el gato ha tirado la lámpara de la mesita, aunque también pudiera tratarse de un ladrón— y envía este mensaje a las amígdalas y al hipocampo quienes rápidamente lo comparan con recuerdos semejantes—. Si la conclusión es tranquilizadora (no es más que el ruido de la ventana movida por el viento), el estado de alerta general se paraliza. Pero si, por el contrario, la conclusión es dudosa, se pone en marcha otro bucle resonante entre las amígdalas, el hipocampo y los lóbulos prefrontales, elevando más la incertidumbre y fijando su atención para tratar de identificar la fuente del ruido. Y en el caso de que este análisis más preciso tampoco llegue a proporcionarle ninguna respuesta satisfactoria, las amígdalas lanzan una señal de alarma que activa el hipocampo, el tallo cerebral y el sistema nervioso autónomo.
En estos momentos de miedo y ansiedad resulta evidente la extraordinaria arquitectura de las amígdalas como sistema central de alarma. Al igual que ocurre con aquellos sistemas de seguridad que se encargan de avisar a la policía, a los bomberos y a los vecinos en caso de alarma, los diversos grupos de neuronas que componen las amígdalas están diseñados para liberar determinados neurotransmisores.
Cada una de las distintas partes de la amígdala recibe diferente tipo de información. A su núcleo lateral, por ejemplo, llegan proyecciones procedentes del tálamo y del córtex visual y auditivo. Los olores, por su parte, llegan, después de pasar por el bulbo olfativo, al área corticomedial de la amígdala, mientras que los sabores y los mensajes viscerales llegan a su región central.
De este modo, la recepción de todo tipo de señales convierte a la amígdala en un centinela que escudriña continuamente toda experiencia sensorial.
Aunque los neurocientíficos hayan cartografiado detalladamente los circuitos neuronales del miedo, la verdad es que, en el estado actual, la investigación al respecto de cualquiera de las emociones está en sus inicios. En cualquier caso, la especial prominencia del miedo —tal vez la emoción más sobresaliente para la evolución— lo convierte en un ejemplo idóneo para comprender la dinámica neural de la emoción. Obviamente, también es cierto que, en los tiempos modernos, el miedo generalizado se ha convertido en la ruina de la vida cotidiana, arrojándonos al nerviosismo, a la angustia y a una amplia variedad de preocupaciones o-en los casos patológicos— a los ataques de pánico, a las fobias o a los trastornos obsesivo-compulsivos.
Supongamos que una noche está leyendo tranquilamente un libro en su hogar cuando de repente oye un ruido en otra habitación.
Lo que ocurre a partir de ese momento en su cerebro nos permite vislumbrar los circuitos neurales del miedo y el papel que desempeñan las amígdalas como sistema de alarma. El primer circuito cerebral implicado se limita a traducir las ondas físicas de ese sonido al lenguaje del cerebro para ponerle en estado de alerta. Este circuito va desde el oído hasta el tallo encefálico y el tálamo. A partir de ahí se ramifica en dos partes: una de ellas se dirige a las amígdalas y al cercano hipocampo, y la otra, más larga, conduce hasta el córtex auditivo —situado en el lóbulo temporal—, donde se clasifican y comprenden los sonidos.
El hipocampo —una región clave para el almacenaje de la memoria— compara rápidamente este
«ruido» con otros sonidos similares que usted pueda haber escuchado, tratando de descubrir si se trata de un sonido familiar (¿es un «ruido» reconocible?).
Mientras tanto, el córtex auditivo está realizando un análisis mas preciso del sonido intentando comprender su origen ¿acaso es el gato?, ¿la ventana sacudida por el viento’?, ¿un ladrón’? Luego, el córtex auditivo propone una hipótesis —tal vez el gato ha tirado la lámpara de la mesita, aunque también pudiera tratarse de un ladrón— y envía este mensaje a las amígdalas y al hipocampo quienes rápidamente lo comparan con recuerdos semejantes—. Si la conclusión es tranquilizadora (no es más que el ruido de la ventana movida por el viento), el estado de alerta general se paraliza. Pero si, por el contrario, la conclusión es dudosa, se pone en marcha otro bucle resonante entre las amígdalas, el hipocampo y los lóbulos prefrontales, elevando más la incertidumbre y fijando su atención para tratar de identificar la fuente del ruido. Y en el caso de que este análisis más preciso tampoco llegue a proporcionarle ninguna respuesta satisfactoria, las amígdalas lanzan una señal de alarma que activa el hipocampo, el tallo cerebral y el sistema nervioso autónomo.
En estos momentos de miedo y ansiedad resulta evidente la extraordinaria arquitectura de las amígdalas como sistema central de alarma. Al igual que ocurre con aquellos sistemas de seguridad que se encargan de avisar a la policía, a los bomberos y a los vecinos en caso de alarma, los diversos grupos de neuronas que componen las amígdalas están diseñados para liberar determinados neurotransmisores.
Cada una de las distintas partes de la amígdala recibe diferente tipo de información. A su núcleo lateral, por ejemplo, llegan proyecciones procedentes del tálamo y del córtex visual y auditivo. Los olores, por su parte, llegan, después de pasar por el bulbo olfativo, al área corticomedial de la amígdala, mientras que los sabores y los mensajes viscerales llegan a su región central.
De este modo, la recepción de todo tipo de señales convierte a la amígdala en un centinela que escudriña continuamente toda experiencia sensorial.
1 comentario:
O.O no tengo amigdalas desde muy pequeña, ¬¬ hummm eso explicaría muchas cosas
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